Hace unas semanas unos amigos me provocaban diciendo que debería escribir una novela. Que no tenga miedo a escribir, que escribir no hace daño, etc.
Así que, siguiendo sus pasos, me atreví a preparar algo que pienso podría ser una obra interesante, ya que expresa lo que significa ser un bicentenario, en especial, un estudiante bicentenario, aquel que empezó estudios universitarios en los 90 y se graduó hace unos años.
La obra propone dos volúmenes:
Y busca entretener al lector con la historia de un personaje ficticio incomprendido, de alguien que solo podría existir en nuestra imaginación, pero que fácilmente podemos conectar con alguien que conocemos, sea en nuestra vida académica o laboral.
Sin embargo, la obra sigue siendo un proyecto ambicioso, pues darle forma a este personaje imaginario es un verdadero reto. Así que una estrategia que propongo es describirlo a través del testimonio de personas que lo conocieron (o que al menos, no lo olvidaron) intentando darle forma al cubo, mostrando diferentes caras del mismo, o en este caso, al Cuadrado.
Prefacio
Por Cuadrado, estudiante, activista y ciudadano en formación perpetua
La presente obra surge de una necesidad intelectual y patriótica: documentar, con rigurosidad crítica y vocación transformadora, el itinerario de un ciudadano que, desde los márgenes del sistema educativo, ha intentado —con mayor convicción que éxito— incidir en el devenir nacional. No se trata de una autobiografía en sentido estricto, sino de una crónica reflexiva sobre los desafíos estructurales que enfrenta la juventud universitaria en contextos de precariedad institucional, desinformación mediática y desafección política.
Ingresé a la universidad en condiciones adversas, ocupando el último puesto en un proceso de admisión que, lejos de desanimarme, me reveló la urgencia de una reforma educativa integral. Mi tránsito académico fue breve pero revelador: apenas cursé una asignatura, pero en ella descubrí que el aula no era mi único espacio de aprendizaje. Las redes sociales, los foros digitales y los medios alternativos se convirtieron en mi tribuna, desde donde emprendí una labor de denuncia y concienciación que algunos han calificado de “activismo virtual”.
Este texto recoge episodios clave de mi trayectoria: mi participación en movilizaciones estudiantiles durante el oncenio fujimorista, mi breve incursión en la función pública, y mi retorno a las aulas en una institución que, lamentablemente, operaba como fachada de intereses ilícitos. A través de estos capítulos, intento problematizar la relación entre educación, política y ciudadanía, y reflexionar sobre el papel del sujeto crítico en una sociedad que a menudo confunde el ruido con el debate.
Hoy, como “El Ingeniero” —título que reivindico no por grado académico, sino por vocación constructiva— continúo compartiendo ideas con una comunidad virtual que, aunque reducida y parcialmente automatizada, representa para mí un espacio de resistencia simbólica. Este libro es una invitación a pensar el país desde sus contradicciones, a reírnos de nuestras propias ficciones, y a persistir en la búsqueda de sentido en medio del absurdo.
Testimonio del profesor E. Salazar
Docente de Filosofía Política, Universidad Nacional de San Marcos
Recuerdo a Cuadrado con claridad, no por sus calificaciones —que fueron escasas— sino por su presencia constante en las conversaciones, tanto dentro como fuera del aula. Fue delegado de curso durante un semestre, cargo que asumió con entusiasmo, aunque con resultados dispares. Tenía un ímpetu verbal que destacaba: intervenía con frecuencia, proponía debates, y mostraba un interés espontáneo por los temas tratados. Pero ese entusiasmo inicial se diluía semana a semana, como si la constancia fuera una virtud incompatible con su vocación política.
Cuadrado no estudiaba, al menos no de forma sistemática. Su atención estaba volcada en los vaivenes del poder, en alabar o condenar —según el día— a los dictadores de turno. Sus posiciones eran contradictorias, pero siempre apasionadas. En los trabajos grupales, su contribución era simbólica: aparecía en la portada, pero no en el contenido. Y cuando entregaba algo por cuenta propia, el texto era una copia literal de artículos ajenos. Él insistía en que no era plagio, sino “difusión estratégica del pensamiento”.
A pesar de todo, nunca lo consideré un caso perdido. Cuadrado tenía potencial, pero no para la universidad. Su talento residía en la capacidad de generar ruido, de provocar, de incomodar. En otro contexto —quizás en una asamblea, en una columna de opinión, o en un canal de YouTube— habría brillado. Pero en el aula, donde se exige rigor, método y paciencia, su fuego se apagaba rápido.
Hoy, al saber que su historia ha sido recogida en este libro, no me sorprende. Cuadrado siempre tuvo vocación de personaje. Y como tal, merece ser leído, discutido y —por qué no— comprendido.
Testimonio de Julius R.
Excompañero de aula, Facultad de Ingeniería
Recuerdo a Cuadrado. Recuerdo el día que entró al salón por primera vez: llevaba paso firme, mirada decidida, como quien está a punto de impartir cátedra. Algunos incluso se pusieron de pie, creyendo que era el profesor. Grande fue mi sorpresa —y mi decepción— cuando lo vi acomodarse en una de las carpetas del fondo, como un alumno más. Desde entonces, su presencia fue constante, pero su participación escasa. Observaba, asentía, tomaba notas que nunca vimos, y rara vez intervenía.
Salvo, claro, aquella vez inolvidable en clase de cálculo. El profesor preguntó si alguien tenía dudas, y Cuadrado, con una valentía que aún le reconozco, levantó la mano y dijo: “La verdad, profesor, no tenemos dudas ni preguntas porque no hemos entendido absolutamente nada”. La mitad del salón estalló en carcajadas; la otra mitad se hundió en vergüenza ajena. Fue su momento de gloria, y también el inicio de su leyenda.
Siempre pensé que Cuadrado se quedaría en primer ciclo. Incluso cuando me pidieron esta reseña, asumí que seguía ahí, atrapado entre álgebra y física básica. Recién me entero que está en el grupo de WhatsApp de la promoción, ese mismo grupo que decidí silenciar hace más de un año. Me dicen que escribe todos los días. Yo no leo nada.
También recuerdo que era el último en entregar los trabajos, cuando los entregaba. Pero eso sí: era una autoridad en repetir —con tono solemne— las frases de César Hildebrandt, ese periodista de aire amargo que ahora vende un semanario que nadie compra pero todos descargan como PDF clandestino. Cuadrado lo citaba como si fuera Aristóteles. Y aunque sus ideas eran contradictorias, su convicción era inquebrantable.
Cuadrado tenía algo. No sé si era talento, terquedad o simplemente hambre de protagonismo. Pero lo tenía. Y aunque nunca lo vi aprobar más de una materia, siempre supimos que no iba a desaparecer. Cuadrado no se retira. Se recicla.
Testimonio de Alaluna
Compañero de promoción, año 2024
Claro que tenía que dar mi palabra cuando me pidieron hablar de Cuadrado. Fue un buen compañero, aunque nunca lo llamamos por su nombre. Para todos, era simplemente “el señor”. No por respeto, sino porque parecía haber vivido más que todos nosotros juntos. Era todo un personaje: llegaba en bicicleta, era vegano, y contarlo parecía darle un aire de superioridad moral —al menos más que la intelectual que realmente proyectaba.
Fueron años complicados para Cuadrado. Nos contaba con orgullo que había pisado cinco o seis universidades, pero que ninguna carrera lo había convencido. Era fascinante ver a un alumno que no tenía ningún profesor mayor que él, incluso cuando algunos tenían doctorado y publicaciones indexadas. Cuadrado era una anomalía académica, un testimonio viviente de que la perseverancia no siempre se traduce en progreso.
Pero si hay un momento que nunca olvidaré fue ese mensaje de WhatsApp, casi llorando, que me envió una madrugada: “50 años después, me gradué por fin. Sí se pudo, aunque ninguno de mis compañeros de 1993 pensaba que lo haría”. Yo no sabía si reír o llorar. Solo le respondí con un emoji sonriente y un texto en cursiva: “Grande mi estudiante bicentenario”.
Cuadrado no fue el mejor alumno, ni el más brillante, ni el más constante. Pero fue, sin duda, el más inolvidable.
¿Qué te parece esta historia? ¿Merecía esta entrada en el blog? ¿Merece convertirse en libro?